viernes, 23 de abril de 2010

yiyena

Mientras bebo mi segunda cerveza en la barra, la puerta del bar se abre una vez más. Además del ruido que viene de la calle noto como la mirada del barman se dirige por sobre mi hombre directamente hacia la entrada, El bar está casi repleto de hombres, pero también hay algunas jineteras. Yiyena atraviesa el salón central con la sensualidad que siempre la caracterizó, logrando que varios tipos contengan el aliento ante su presencia. No es para menos, ella es hermosa: sus larguísimas piernas terminan en unas ancas perfectas y su piel color ámbar oscuro hace juego perfectamente con su pelo. Sus ojos, también negros, miran sin mirar a todo aquel que le dirige la mirada.
Se sienta delicadamente a la mesa del fondo a esperar que alguno muerda el anzuelo. Sólo con sus atributos físicos es suficiente, aunque la mirada es su arma más letal; uno a uno los va atrapando.
Primero, el hombre solitario de la mesa del fondo. Tiene al menos cuarenta años y está gordo de lujuria. Su atuendo me dice que es un hombre muy adinerado. De todas maneras no necesita demasiado para llevársela del lugar. O quizás sí, porque luego de una corta charla con la chica, vuelve con cara de disgusto a su mesa.
Los segundos que “pican” son los dos asiáticos sentados en la mesa contigua. Su ropa me hace suponer que vienen del puerto, más aún, directamente desde allí. Tal vez acaban de desembarcar de un barco mercantil o tan sólo trabajan en ese lugar. Lo sé por el olor que emanaban cuando pasé a su lado al volver del baño.
Luego de una extensa charla, en la que no paran de reír y mofarse de la situación, la chica todo lo dice con su expresión. De manera educada y siempre sonriente, ella les dice algo al oído que les hace perder todo lo que puede tener de chistoso esta conversación. Es mucho para un simple marinero. Sin embargo, de no ser así, ambos hubieran pasado una noche para el recuerdo y Yiyena, una para el olvido. Suerte para ella, se ahorró una desagradable velada.
El tercer afortunado en recibir la invitación es el veterano de la mesa uno. Tal vez no llega a los setenta pero seguro pasa los sesenta y cinco inviernos.
Su aspecto me hace pensar que es sueco o noruego. Por su calvicie y por su falta de dientes, ha tenido una vida ajetreada. Es un héroe de guerra o tan solo un drogadicto retirado en busca de algo que le satisfaga al menos por un rato. Pero el tampoco se lleva el premio mayor. “Yiye”, como le gusta que la llamen, hoy tampoco encuentra en este bar a su cliente.
Se levanta y al dirigirse hacia la puerta, ya nadie la mira.
“Otra prostituta asquerosa” piensa el barman, mi padre, antes de verla salir.

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